6.
Media hora en el aire

Unos meses antes la había visto en el Parque Espacial, y desde entonces no pude sacármela de la cabeza. Y no es que fuera linda, o que cuando la vi bajar del micro sonriendo era como si a mí también el corazón se me hubiera puesto a sonreír. No sé por qué me pasó eso, aunque los grandes seguro tienen una palabra o dos para explicar qué sentí al verla.

Yo sé que apenas llegué a casa esa nochecita, lo primero que hice fue agarrar el cronograma que nos habían dado para pegar en el cuaderno de comunicaciones, y que yo todavía tenía suelto en la mochila. Medio arrugado y con manchas de jugo, de chocolate, de tinta, y entre cascaritas de lápiz caídas del sacapuntas, estaba el papelito mostrando la visita de cada mes.

Una sensación como de algo que tiene que pasar ya pero no pasa me vino a la garganta. Estábamos en septiembre, en octubre no había excursiones, en noviembre teníamos una, y pegadita a esa, a principios de diciembre, la última. Y eso era todo.

Tenía entonces dos chances de volver a encontrarla, porque ahora no iba a estar distraído mirando las maravillas del paseo… porque la visita al Parque Espacial estuvo buenísima. Todavía me acuerdo de cuando nos subieron al simulador del Antú II, y nos hicieron girar tanto que se nos caían del guardapolvo los alfajores y los caramelos, y salimos todos dando vueltas por el hangar chocándonos unos con otros entre risas y gritos de asombro.

Pero en estas dos excursiones que quedaban no me iba a distraer. Iba a pasarme todo el día buscándola, a ver si la veía entre otros contingentes, entre otros guardapolvos que van y vienen… es que verla así con esa sonrisa y esos bucles tan lindos me dejó como si me hubieran pasado ida y vuelta por una manteada de cumpleaños. Nos tocaba a fines de noviembre el Mausoleo de los Héroes de la Patria, y apenas unos días después, la visita a la fábrica de aerotrenes.

Aproveché los recreos para buscar información en la biblioteca de la escuela. Ahí pude sacar las guías de los dos lugares que íbamos a visitar, y me calqué los mapas perfecto, hasta coloreando tal cual como estaban impresos.

Mamá se sorprendió porque calcar era de lo que menos me gustaba hacer en la escuela, y papá, pillo, dijo algo así como que esa no era una tarea y que lo estaba haciendo porque estaba preparando alguna travesura. Yo me hice como el que no lo escuchaba y seguí calcando.

Octubre pasó muy lento, pero casi todo noviembre se arrastró por el almanaque. Igual, aproveché el tiempo mirando los mapas que me había calcado, armando un plan. Para empezar, el Mausoleo era tan grande, tan enorme, que no iba a tener muchas chances de separarme de mi grupo si la veía, porque las visitas eran sin mezclarnos en el recorrido con otros colegios. Además, había según me contó mi hermano, mucho silencio. Por alguna razón, era la visita más tranquila en el sentido de que no había ese frenesí de nenes corriendo y saltando. Puede ser que porque las estatuas y los monumentos eran tan grandes, y los espacios tan separados unos de otros, además de la charla que nos daban contándonos de quién era cada uno de los héroes, qué habían hecho, y esas cosas… y como que bajaba del cielo la solemnidad, el respeto, la admiración…

Y tuvo razón.

Porque nuestro micro fue el segundo en llegar, y cuando pasamos a la primera actividad, muy a lo lejos se veía en una lomita al contingente del colegio que llegó antes que nosotros… y cuando nosotros mismos estuvimos en esa parte del paseo, miré para atrás y vi llegar un micro de otro colegio… y era imposible ir y volver, y la verdad, también tengo que decirlo, ya en la primera parada algo en el aire me hizo muy difícil pensar en ella y en mi plan. Era difícil conciliar mis pensamientos y mis cosas con esas visiones de Relámpago y Aurora en esa V eterna, o en la parte dedicada a Evita…

De los nervios me olvidé de cargar en la mochila los sanguchitos que me preparó mamá, y no tenía nada para comer. Pero como tenía algo de plata que me dio mi hermano, cuando fue la hora de la comida y estuvimos en la zona de refrigerios, me compré algo y comí, ya pensando en que me quedaba una última chance en la fábrica de aerotrenes. En esos 4 o 5 días que tenía hasta la próxima excursión, mirando el plano de la fábrica, ya un poco se me había pasado el entusiasmo por encontrarla. Me parecía algo imposible. O que si pasaba, iba a ser tan rápido, tan de sorpresa como aquella vez, y que seguramente no se me iba a ocurrir nada para decirle, y que iba a quedar como un tonto, cosas así.

Pero igual estuve nervioso ese día, y otra vez me olvidé de la comida. En el micro cuando todos se pusieron a hablar de lo que habían traído caí en la cuenta de mi olvido y me puse a revolver en la mochila a ver si no tendría algo, galletitas, alguna golosina, cualquier cosa, porque esta vez ni plata había traído. Igual, no es que me iba a morir de hambre, porque en estos paseos siempre había vianda para los que no trajeron nada, pero mamá y papá siempre decían que esas son para los nenes que no tienen, o para los que los papás no tuvieron tiempo de preparar nada, o sea, para los que de verdad no pudieron traer comida, no para los tontos como yo que se la olvidan por estar pensando en otra cosa. Lo único que encontré fueron 2 caramelos Media Hora. Ni sé cómo habían llegado a mi mochila porque no me gustaban. Seguro quedó del botín que rescaté de la piñata cuando fue el cumpleaños de mi hermano. Seguro que era eso.

Miré el mapita: había 2 lugares donde juntaban a los nenes de las excursiones. El más grande, la entrada, porque una actividad incluía ver un vagón de aerotren ganándole a la gravedad, y eso lo hacían solamente 3 veces al día, como parte de las pruebas que le hacían, así que ahí juntaban varios colegios y activaban el dispositivo. Y la otra parte era al final, donde estaba lo más divertido: nos hacían pasar a un edificio hueco, altísimo, altísimo, tanto que llegando con el micro, lo veías en el horizonte y todavía faltaba como 20 minutos para llegar. Ese edificio lo construyeron especialmente para nosotros, porque antes de entrar, nos hacían poner (al que quería hacerlo), un traje especial con los componentes antigravitatorios, que mediante unos comandos ubicados en los antebrazos, cada uno podía manejar a su antojo y cumplir nuestro sueño de despegarnos del suelo y poder volar. Mi hermano me había contado que era lo mejor que le pasó en la vida. Que te ponías el traje, y cuando activabas el comando, sentías como si un ángel te agarrara por la espalda y te elevara del suelo, y que vos podías elegir más o menos en qué dirección moverte, o cuánto despegarte del suelo… y yo estaba loco por probar eso, pero esas ganas me bajaron desde que la vi sonreír subiéndose a su micro… y ya habíamos pasado por el vagón de aerotren, mezclados con 4 o 5 contingentes de otros colegios, y como un loco miraba para acá y para allá, y cuando veía una nena con bucles, me iba corriendo separándome de mi grupo para mirarla a la cara, y haciéndome el tonto volvía, decepcionado, porque ninguna era ella.

Ya estaba convencido de que no la iba a encontrar, así que entrando al microcine donde nos pasaron unos videos del aerotren y otras cosas, me comí uno de los caramelos. Ver en la pantalla a los dos aerotrenes que había actualmente en actividad dar vueltas por el aire, la verdad… era re lindo, pero yo estaba en otra cosa. Igual no me arrepiento, eh. Ese video que nos pasan también está en la tele cada tanto, así que de última lo veía bien otro día.

Nos hicieron pasar a la sala de refrigerios. Había un contingente de nenes que se estaba yendo y ya medio desganado igual miré buscándola, pero no la vi. Y me senté en una mesa larga, con cara de nada, triste. Pensaba en cuántas nenas también tienen bucles, y a vos te gusta una, pero igual casi todas se parecen, más o menos. Es como una locura repentina, una locurita, como una falla, un chispazo, un cortocircuito, y después pasa y ya está. Como ahora, que si bien no estaba pasando, ya pasaría.

Pasó la hora del almuerzo y fuimos a la línea de ensamblaje. Más tarde, a la sala de las computadoras. De ahí, al laboratorio. Cuando nos dijeron que el paseo ya se estaba terminando y que íbamos a ir a jugar con los trajes antigravedad hubo un estallido de risas y de aplausos. Yo no aplaudí ni me reí.

Nos sacamos los guardapolvos y nos pusimos los trajes. Una señora nos daba indicaciones que la maestra repetía casi gritando. Entramos al edificio hueco. Por dentro parecía infinito hacia arriba, y por todas partes había plataformas, espirales tubulares, redes, y ya había nenes flotando y volando por todas partes.

Me sentía tonto en el traje. Miraba los comandos y miraba a los demás cómo se divertían. Me quedé en el piso, después me alejé de la maestra, y caminando hasta la otra punta, me senté en un rincón que me pareció lo suficientemente oscuro. Y ahí me quedé. No sé cuánto tiempo pasó, porque cuando tenés ganas de llorar pero no querés llorar, el tiempo se vuelve difícil de calcular. Hasta creo que me quedé dormido. Y en un momento, me levanté como para irme.

Justo estaban entrando unos nenes de otro colegio. Se ve que sí me quedé dormido porque ya no estaba mi maestra. Un poco me asusté y fui para la salida mientras a mi alrededor legiones de nenes activaban los comandos y salían volando. Un señor dijo que había un nene perdido y me llevó al vestuario. Me quedé ahí sentado con el traje puesto, mirando el piso.

El señor me alcanzó mi guardapolvo y se fue, justo cuando entraba otro grupo de nenes, todos a los gritos y a las risas. Y yo, con el guardapolvo hecho un bollo entre las manos, era el único nene triste de todo el lugar.

Suspiré y me puse a estirar el guardapolvo para ponérmelo cuando me sacara el traje y el otro caramelo Media Hora cayó al piso, rebotó un par de veces y fue a parar bajo el banco de enfrente. Cuando me agaché a levantarlo me choqué la cabeza con otro nene que se había tirado a levantarlo también. Él llegó primero y lo levantó mientras los dos nos acariciábamos el chichón que nos iba a salir.

—Ah, es de estos… a quién le gustan estos caramelos?— dijo, y lo dejó en el banco mientras se iba. —A mí me gustan—, escuché que dijo alguien. Era ella. —¿Son Media Hora, no?— —Sí… —¿Viste que no duran media hora? Se llaman así pero no duran media hora. Igual me re gustan. Nos quedamos mirándonos. Ella no se ponía el traje y yo no me sacaba el mío.

No sé qué pasó en el medio, no me acuerdo qué dijimos, o si hablamos, pero sí pasó que nos besamos ahí, en el vestuario, entre los bancos, y que el caramelo Media Hora pasaba de su boca a la mía en un beso que no sabemos cuánto duró.

El beso y el caramelo terminaron al mismo tiempo. Me dijo su nombre, de qué barrio era (por suerte estaba cerca del mío) y que en el verano iba seguido a una heladería a la que mis papás me llevaban casi todas las semanas. Entraron mi maestra y la de ella. A mí me instaron a que me saque el traje de una vez, que el micro se estaba yendo, y a ella a que se lo ponga que ya todos sus compañeritos estaban volando.

Ya no era un nene triste, y más sabiendo que en el verano me la iba a encontrar seguro en la heladería.

En el micro, mis compañeros contaban a los gritos de lo que habían hecho cuando se despegaron del suelo, de la “mancha aérea”, el juego que cada grupo de nenes inventaba apenas podían volar, y que todos de grande quieren ser pilotos de aerotren… Y yo, con cara de tonto, pensaba que no se necesita de ningún traje para poder despegarte media hora del suelo.

Arte: Ph Daphne Jourdan / Ps: Eleo Druck
Lo que acabás de leer es un cuento del proyecto Argentina Potencia: Los días más felices.

Es un compilado de cuentos de ciencia ficción que reúne textos de dos autores e ilustraciones de artistas argentinos. Si querés leer más subscribite a nuestro newsletter:
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