3.
Los Bisers

Por la Gran Autopista Interargentina avanzaba furioso el bólido amarillo. En un automóvil Justicialista igual a ese, pero en rojo, Juan Manuel Fangio había ganado el Grand Prix de San Rafael el año anterior, y eso despertaba curiosidad en los otros conductores. Los más informados, en cambio, mantenían respetuosa distancia del Justicialista porque sabían que ese era el vehículo favorito de los Bisers.

—Pibe, llevo más de 20 años en la agencia y te voy a decir la claves de este negocio: respeto al trabajador, no darle tregua al patrón y siempre… siempre dormir con la pistola bajo la almohada— dijo Juan apretando sus puños forrados en guantes de cuero sobre el volante.

Su compañero, Ernesto, era novato pero para nada incapaz. Había sido el estudiante con mejores evaluaciones de su generación en el instituto y ganó tres medallas de oro en distintas disciplinas de artes marciales en los Juego Evita para Jóvenes.

Descendieron de la autopista y avanzaron por una carretera con bastante tránsito durante algunos kilómetros. Pararon en una estación YPF, cargaron combustible y desayunaron café y facturas. La camarera coqueteó con Ernesto pero se alejó ruborizada al ver el gesto adusto de Juan. Al volver detrás del mostrador, lejos de la vista del viejo, la chica le hizo el gesto con los dedos en v. Juan le sonrió disimuladamente y saludó con un movimiento de cabeza. El automóvil Justicialista y los atuendos de cuero siempre despertaban simpatía entre los trabajadores y temor entre los mafiosos. Aún así el Código de Conducta de los Bisers los hacía tener una actitud distante.

Llegaron a Puerto Quequén aún de mañana. El sol atravesaba las columnas de vapor de los buques y llenaba todo el muelle de luces doradas y anaranjadas. De los gigantescos barcos descendían personas de todas las nacionalidades: turistas franceses, marinos norteamericanos, pescadores japoneses y una marea de inmigrantes españoles e italianos. Quequén era uno de los puertos más importantes de la Argentina. Desde allí partían hacia todo el país trenes colmados de lujosas mercaderías, pesca y comestibles de toda clase. Los pasajeros podían elegir trasladarse en tren, distintos autobuses o el zeppelin, que demoraba más pero tenía una vista majestuosa.

Mostrando las credenciales pasaron los controles migratorios y de salud y se adentraron en la muchedumbre de inmigrantes. Juan palmeó el hombro de un muchachito italiano y le dijo —Benvenuto, amico.
—Mirale las caras, pibe. ¿Qué ves en ellas? —Esperanza, Juan.

—Por eso luchamos: porque Argentina siga siendo la tierra de la esperanza.

Un gendarme reconoció a los Bisers y les indicó que se dirijan al final del muelle. El dúo avanzó hasta un galpón. El sitio estaba custodiado por la policía portuaria y habían cerrado el perímetro con una soga amarilla.

—Bienvenidos, soy el detective Barrientos, policía portuaria. —¿Cuál es la situación?— dijo Juan. —Un masculino de 40 años. Muerto por apuñalamiento con arma blanca. Por la espalda. Esta madrugada lo encontró el personal de limpieza.

Juan y Ernesto miraron la escena. Tomaron fotografías y notas de todos los detalles del cadáver. El rostro de Ernesto se puso pálido y comenzó a respirar con dificultad. Se apoyó en una columna.

—Discúlpelo, es su primera escena de crimen— dijo Juan. Vamos al grano: Homicidios puede ocuparse de un asesinato sin ayuda de los Bisers. ¿Por qué estamos aquí? —La situación es delicada. La noche anterior hubo una reunión de delegados del Sindicato de Trabajadores de la Pesca. Organizaban una huelga, discutieron. El principal sospechoso es un compañero del gremio. Lo detuvimos hace unas horas vagando por la playa, aún con el cuchillo en la mano. Parecía como en trance. Creemos que es víctima de algún tipo de procedimiento de propaganda corporativista. Por eso los contactamos. —¿¡Un trabajador matando a otro trabajador!? —dijo Ernesto y vomitó. —Un crimen de otra época, pibe… de otra época.

Ya en la comisaría, llevaron a los investigadores a un pasillo separado de la sala de interrogación por un espejo semitransparente. Miraron al sospechoso.

—Se llama Carlo Nero. Es un inmigrante, trabaja en la industria pesquera desde hace algunos años. Era querido por sus compañeros hasta que lo empezaron a notar errático hace algunas semanas. Creen que tenía deudas de juego. Es por eso que no quería adherirse al paro, temía represalias y quedarse sin su salario.

Cuando el dúo entró en la sala, Carlo Nero temblaba. Juan habló primero.
—Lo que usted hizo es muy grave, Carlo… asesinato a traición… a un compañero. Pueden darle prisión de por vida. —Yo no. Yo… no quise. —¿Dice que alguien lo presionó? ¿Actuaba bajo las órdenes de alguien? —Yo… no sé. No recuerdo. —¡Haga memoria!— Juan golpeó la mesa —¡Ha matado a un trabajador, Carlo! La sangre está en sus manos. —No lo maltrates, Juan. No se preocupe, buen hombre, aquí no podrá pasarle nada malo. El fiscal va a considerar su cooperación. Solo tranquilícese y trate de contarnos lo que pasó— dijo Ernesto en un tono calmado, muy ensayado para quebrar psicológicamente al sospechoso —¿Quiere un mate?. —No recuerdo nada. Me duele. Me duele mucho la nuca. Siento que algo me quema.

De la espalda del sospechoso comenzó a salir vapor. Un zumbido horripilante ensordeció los oídos de los investigadores.

Carlo Nero temblaba como una marioneta. Los ojos se le pusieron rojos y le salía sangre de la nariz. Cayó muerto sobre la mesa haciendo un estruendo.

Juan le revisó la espalda levantándole el cuello de la camisa con una lapicera. Pegado a la columna del pobre hombre había un dispositivo del tamaño de una nuez, con pequeñas válvulas y engranajes semovientes.

—Es un AmAut, un “amansador automático”— dijo Juan, y continuó —usa fluidos químicos inyectados directamente en el torrente sanguíneo para doblegar la voluntad de una persona. Había visto algo semejante pero era del tamaño de una habitación. Han mejorado la tecnología y la están usando para hacer que el pueblo asesine al pueblo. ¡Hijos de puta!—, culminó, entre dientes. —Este nivel de sofisticación técnica no parece algo al alcance de una pelea sindical. ¿Creés que esto llega más alto?— dijo Ernesto. —Vamos a averiguarlo. Si querés llegar al porqué de las cosas siempre debes seguir el olor del dinero y esto… esto huele a mierda. —A la clase de mierda que está sentada en el escritorio del despacho más grande. —Ambos eran empleados de La Pesqueral, la empresa pesquera más importante del país. El presidente es Fabriano DelAqua, el infant terrible de la familia DelAqua. Desde que murió su padre está tratando de tomar el liderazgo de su empresa y es conocido por “competir” con artilugios poco legítimos. —DelAqua… esos oligarcas que siempre se cagaron en los trabajadores—.

El Justicialista los llevó velozmente hasta el edificio de La Pesqueral. Una mole de cemento de quince pisos con columnas art decó y ventanas de marco dorado, diseñada por el arquitecto Francisco Salamone.

Mostrando sus placas de Bisers pasaron el puesto de seguridad y subieron en el ascensor hasta el último piso. La secretaria los anunció y pasaron al despacho de Fabriano DelAqua. El tipo era enjuto, parecía dos talles más pequeño que su traje oscuro.

—Oh, Bisers. Siempre quise conocer a uno de ustedes. Pasen, siéntense. Bienvenidos. Como hombre de la industria debo decir que admiro su trabajo y sus métodos.

—Hombre de la industria es el que tiene las manos manchadas de grasa, señor— dijo Juan. —Comparto esa idea, señores, creanme que la comparto. ¿Qué los ha traído hasta aquí? —Un hombre ha muerto, Fabriano. —Sí, un episodio lamentable. Ya he hecho llegar a la viuda de ese buen trabajador mis condolencias y una canasta de productos premium La Pesqueral.

Juan se puso de pie y recorrió el despacho. Ernesto permaneció sentado y tomó algunas notas. Una de las paredes de la oficina era un enorme ventanal. Desde el piso quince se podía ver todo Quequén y parte de Necochea. La pared opuesta era una enorme acuario con peces pardos y anguilas.
—¿Conoce usted a Carlo Nero?— preguntó Juan con tono firme.

—Me informaron que fue detenido. Trabajaba en la empresa pero, desde luego, no he tratado personalmente a todos los empleados. Por dios, si es culpable, espero que pague por lo que ha hecho. —¿Sabe usted qué es esto?— dijo juan mostrándole el AmAut. —No, señor. ¿Algún dispositivo japonés? No soy muy entendido en tecnología, probablemente algún tipo de carburador. Tal vez alguien de nuestro equipo técnico pueda darle más detalles. —¡Miente! —Creo que ya es hora de que se retiren. Seguridad, por favor, acompañe a los caballeros a la salida.

Dos tipos enormes entraron al despacho. Uno tenía el cuello más ancho que la cabeza y era calvo, el otro era gordo como un luchador de sumo y tenía el pelo grasiento peinado para atrás. Tomaron a Ernesto por un brazo pero este se zafó muy fácilmente con un movimiento de wing chun. Tomó al patovica por el brazo y miró a Juan en espera de una señal antes de comenzar una pelea. Juan meneó la cabeza y ambos golpearon a sus captores casi al unísono. El gordo pareció no sentir del golpe, lanzó un gancho que Juan esquivó con un movimiento de cintura digno de Mohammed Ali. Ernesto derribó a su oponente con una patada. Juan corrió su campera de cuero para mostrar el revólver en su cintura. —Ni lo intentes, gordito— dijo.
—Nos vamos, pero le juro que nos volveremos a ver, señor DelAqua—.

Juan lanzó el AmAut con fuerza contra la pecera gigante rompiendo el cristal y llenando el despacho de agua y peces y anguilas retorciéndose.

Ya en el auto, los investigadores discutieron el caso.
—¿Y ahora qué hacemos?

—Necesitamos pruebas. Este hijo de puta es poderoso. Alguien le implantó a Carlo el dispositivo que lo obligó a matar al líder de los Trabajadores de Pesca. Sabemos que Carlo tenía problemas con el juego, quizás alguien lo extorsionó para que se sometiera al procedimiento a cambio de dinero para pagar sus deudas. —El centro de Necochea es conocido por sus garitas y casinos. Podemos empezar por ahí.

El coche arrancó y marchó rumbo a la ciudad vecina. Sin que lo advirtieran, un Kaiser Carabela gris los siguió.

El reflejo de las luces de neón de Necochea danzó sobre la superficie lustrosa del Justicialista. Anuncios de refrescos, cigarrillos y hoteles creaban una penumbra de colores fosforescentes bajo la cual se pavoneaban prostitutas, prestamistas y vendedores de chucherías.

Los Bisers se abrían camino en la multitud y entraban en los bares con una foto de Carlo Nero preguntando si alguien lo conocía. Los baristas los trataban con respeto pero todos negaban con la cabeza y seguían repasando el mostrador con el trapo. Finalmente un gallego dijo haber conversado con él en un cabaret llamado La Perla y los investigadores fueron hasta allí.

La Perla era el cabaret favorito de los pescadores. Ofrecía ginebra a buen precio y músicos tocando en vivo. Una docena de mujeres bailaba sensualmente y se paseaba de mesa en mesa.

Juan averiguó que la bailarina Elba era la favorita de Carlo Nero. La chica dijo que no tenía tiempo para ayudarlos en la investigación pero que con gusto conversaría con ellos si le pagaban un show privado.

En una sala hexagonal decorada con espejos, Elba se contoneaba alrededor del caño, que estaba en el centro. Juan encendió un cigarrillo y miró bambolear la voluptuosidad de la bailarina sin el más mínimo gesto de lascivia. Ernesto se sonrojó ligeramente. —Carlo Nero, mi Carlo. Mi pescador— dijo la chica—. Yo lo adoraba. Cuando me dijo que se iba a hacer no sé qué operación me preocupé mucho. —¿Sabe si lo estaban presionando? —Sé que le ofrecieron dinero y él lo necesitaba, lo necesitaba muchísimo. —¿Quién le ofreció dinero? —DelAqua. Le quería poner uno de esos aparatitos, los que hacen vapor.

Un camarero entró a la sala de repente y ofreció champagne.

—Cortesía de la casa— dijo. —No bebemos, estamos de servicio— dijo Ernesto e inmediatamente se dio cuenta de que el falso camarero escondía una pistola debajo de la bandeja.

Un disparo rompió la botella e hirió a Elba en el pecho. Juan la tomó en sus brazos evitando que cayera al suelo. Ernesto corrió detrás del atacante que huía.

—Resista, señorita, podrán curarla. —No… mi corazón… ya no tengo cura… Elba se desvaneció. Juan la apoyó con delicadeza en el suelo. Había muerto. Enfurecido corrió tras Ernesto. —Se van en el Kaiser Carabela, ¡alcancémoslos!— dijo el chico.

El Justicialista serpeó por las calles de la ciudad. El Kaiser Carabela gris serpenteaba en el tránsito y tomaba callejones angostos tratando de perderlos. Intercambiaron disparos pero ambos se movían demasiado rápido para ser acertados. Juan era un conductor excelente pero arriesgado, y estaba enojado. No evitó chocar contra dos autos y cargarse un puesto de venta de souvenirs. En una curva alcanzó a ponerse cuerpo a cuerpo con el vehículo de los malhechores llegando al puente Río Quequén Grande. El Kaiser Carabela los chocó con un gran estruendo y salieron chispas cuando el Justicialista tocó el borde del puente colgante. Juan recuperó el control y arremetió contra la parte trasera del Kaiser haciéndole perder estabilidad. El coche gris volcó violentamente a la salida del puente, dando una, dos, tres, cuatro vueltas y quedando finalmente con las ruedas hacia el cielo.

Juan y Ernesto se acercaron al auto y rescataron a sus perseguidores del auto en llamas. Uno de ellos ya no estaba con vida. El otro tipo temblaba.

—Sáquenme esto— mumuró entre sollozos, con el rostro cubierto de sangre. Ernesto advirtió el vapor subiendo por detrás de la cabeza del tipo y le arrancó el AmAut de la espalda.

—Gracias— dijo respirando con dificultad —¡Tienen que pararlos! —¿Quién te hizo esto?— le dijo Juan señalando el AmAut. —La gente de DelAqua… hay un galpón… tienen muchos… el faro— el tipo exhaló y apretó con fuerza la campera de cuero de Juan en su gesto final.

Sin decir más palabras, los dos hombres marcharon hacia el puerto en el bólido amarillo apenas magullado. Cargaron combustible y Juan compró, además, dos bidones metálicos y los llenó de gasolina. La noche era clara y desde la carretera vieron actividad en el muelle. Se detuvieron y observaron la escena con binoculares. Era una trampa.

—Hay seis hombres armados con escopetas escondidos a los costados del galpón. Adentro, junto al coche negro, están los dos matones que nos enfrentaron en la oficina de DelAqua. Apuesto a que dentro del auto está el mismo Fabriano. —¿Cómo lo sabés? —Por lo del acuario. Ahora es personal para él. —Hay algo en la escena que no estamos viendo, Juan. Esta rata debe tener algún truco—.

Ernesto miró el paisaje marítimo. Lo que más se destacaba era el faro, altísimo. Una construcción ciclópea, a rayas blancas y negras, como si un gigante hubiera clavado un lápiz en el horizonte. Observó la luz resplandeciente del faro iluminar la superficie del mar. Cuando todo quedó oscuro vio otro destello, minúsculo, en la cúpula del faro.

—Hay un francotirador. En el faro. —Vos encargate de ese. Yo voy a prender fuego esos aparatos de mierda. —¡Pero Juan! Es suicida, son un montón de tipos. —Sé lo que hago, pibe, asegurate de que no me dispare desde arriba.

Ernesto asintió con la cabeza y se lanzó a la carrera. Eran casi dos kilómetros hasta el faro pero el muchacho estaba en forma y llegó sin agitarse. Mientras tanto Juan bajó hacia el muelle en el Justicialista.

El muchacho trepó las escaleras espiraladas que lo llevaban a la cima del faro. Juan se acercaba al galpón con los bidones uno en cada mano. Su silueta contra la luz de la luna lo hacía ver como un coloso. Los seis hombres armados con escopetas salieron de las sombras. Se escuchó el claqueteo de las armas. Los hombres dieron la voz de alto. Juan siguió caminando firmemente.

Ernesto subió los últimos peldaños y vio al francotirador, que aún no se había percatado de su presencia. Los guardias tenían a Juan apuntado a menos de 6 metros de distancia, se ordenaron en una línea recta como si fuera un pelotón de fusilamiento.

—¿Ustedes son delincuentes o trabajadores?— gritó Juan. No le respondieron.

La luz del faro giró y proyectó la sombra de Ernesto. El francotirador se dio cuenta de que tenía alguien atrás y giró rápidamente.

—¿Son ustedes delincuentes o son trabajadores? Divido a los hombres en dos clases: la de los hombres que trabajan, y la que vive de los hombres que trabajan. Ante esta situación, nos hemos colocado abiertamente del lado de los que trabajan.

Esas palabras resonaron en los hombres como si fueran ráfagas.

—Somos guardias, señor. Seguridad de La Pesqueral. —Saben que nosotros siempre estuvimos del lado de los trabajadores. Un trabajador no le apunta con la escopeta a otro trabajador—. Uno de los tipos bajó el arma.

Mientras tanto Ernesto se encontraba en una lucha encarnizada contra el francotirador, el tipo estaba entrenado en jiu-jitsu y tenía unos movimientos rapidísimos. Le acertó a Ernesto un golpe muy fuerte en las costillas que casi lo deja sin aire, pero Ernesto respondió el golpe con un jab y un uppercut encadenados. Con una patada voladora lo dejó grogui. Al perder el equilibrio, el francotirador se balanceó sobre la reja. Forcejeó con Ernesto y lo amarró de la campera de cuero de tal forma que ambos estaban en riesgo de caer del faro.

Juan siguió hablando —Esta riña la hacemos con tiempo o con sangre. A más tiempo, menos sangre. Si ustedes son trabajadores, entonces son mis amigos, y al amigo… todo.

Los guardias se miraron y uno a uno fueron deponiendo las armas. Uno dijo —El sueño de mi hijo es ser un Biser, jamás le dispararía a uno.

Ernesto aplicó un movimiento judo para deshacerse del agarre del francotirador, que quedó colgando de la reja.

Juan se encontraba frente a frente con los dos patovicas. Estos no eran trabajadores, eran mafiosos. Los dos tenían revólveres en sus cinturas. Como dos máquinas sincronizadas acercaron sus manos manos a las cartucheras.

—Al enemigo— dijo Juan y desenganchó la hebilla que sostenía su arma. —Ni— apretó los dientes. Los dos tipos desenfundaron. —Justicia. Dos disparos secos cortaron el aire y los dos matones cayeron muertos.

Juan roció el galpón con gasolina y lanzó el fósforo que inició el incendio.

—Usted y yo… nos parecemos mucho. Fabriano DelAqua comenzó a hablar, en su mano un maletín. —Yo manipulo a las personas con estos cachivaches, es cierto. ¿Pero acaso ustedes no los manipulan también? ¿Sus métodos son más santos que los míos? La ideología es cosa del pasado, querido Juan y yo: soy el futuro. Acepte este dinero y olvide todo. ¿A quién le importa esta gentuza?

En la cima del faro el francotirador pendía de una mano.
—Tome mi mano— le gritó Ernesto —salvese. —Jamás le daría la mano a uno de los suyos— dijo el tipo y se soltó.

Ernesto vio con horror como aquella silueta envuelta en gritos se convertía en un punto silencioso.

Juan se acercó al magnate y tomó su maletín.

—Usted y yo, señor, no nos parecemos— arrojó el maletín al fuego. —Yo doy mi vida por el pueblo y usted explota la vida ajena con solo su propio interés como bandera.

Esposó a Fabriano y lo llevó hasta el Justicialista. De entre el humo apareció una figura armada.
—Bisers de mierda, nunca se quedan en el molde.

Barrientos, el policía. Le disparó a Juan por la espalda. El viejo cayó al suelo.

—Este tipo es muy poderoso, entendés. Es dueño de todo. De la ciudad, de la gente, de la policía. Y ahora es dueño de tu vida.

Apoyó el revólver en la frente de Juan y se oyó un disparo. La cabeza de Barrientos voló por el aire. Ernesto era un tirador experto y la altura del faro le permitió un tiro de rifle limpio. Corrió hasta el muelle lamentándose por no haber avistado al policía corrupto antes.

Cuando llegó, se encontró con Juan muy malherido, sentado en el suelo, apoyado en la puerta del Justicialista. Fabriano aún prisionero dentro.

—Esta es mi última aventura, pibe.

—Aguantá, Juan. Te vas a curar.

El sol comenzaba a salir. Juan dejó que su cara reciba la luz.

—¿Qué somos nosotros, pibe? —Somos Agentes de Justicia Social, los Soldados de Perón. —¿Y por qué nos llaman los Bisers? —Por el artículo 14bis, nuestro credo. —Recitameló, entonces.

Entre lágrimas, Ernesto pronunció las queridas palabras.

—El trabajo en sus diversas formas gozará de la protección de las leyes, las que asegurarán al trabajador condiciones dignas y equitativas de labor…

En la mañana dorada los dos hombres compartieron ese momento. Ese último momento. Con orgullo.



Ilustración: CJ Camba.

Lo que acabás de leer es un cuento del proyecto Argentina Potencia: Los días más felices.

Es un compilado de cuentos de ciencia ficción que reúne textos de dos autores e ilustraciones de artistas argentinos. Si querés leer más subscribite a nuestro newsletter:
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