1.
El hijo de Marte

La mitad de mi vida dedicada a este bosque. Nos dijeron que no podríamos. Que la tierra era yerma, que la lluvia era nula, que la misión dependía de caprichos políticos y presupuestos menguantes.

Tuvieron razón en todo excepto en una cosa: no fue imposible. Con el sudor en la camisa, con las manos llenas de llagas y astillas, trabajando dos tercios de las casi veinticinco horas del día marciano, hicimos de este planeta un jardín.

Resuena en mi cabeza la voz de Ti­to Ro­dri­guez.

Cómo imaginar que la vida sigue igual
cómo si tus pasos ya no cruzan el portal
cómo pretender esta realidad
cómo si hasta ayer brillaba
el cielo en tu mirar

El plan del General era ambicioso. Terraformar un planeta en cien años. Domar un páramo polvoriento y hostil. Llevar el progreso a otro miembro del sistema solar.

Cuando los rusos pusieron el primer hombre en el espacio, los norteamericanos anunciaron que intentarían llegar a la Luna. Nuestro país fijó su objetivo en Marte. Era la posibilidad de demostrar la pujanza de la Argentina potencia. ¿Utópico? Tal vez. ¿Difícil? Seguro. Pero si no sucumbimos a la tercera guerra, si vencimos la desigualdad, si conquistamos el átomo ¿cómo nos íbamos a dar por vencidos en esta empresa sin siquiera intentarlo?

Los primeros vehículos eran no tripulados. Usinas nucleares montadas en cohetes. Diez años tardaron en evaporar el hielo de los polos marcianos. Una sonda perforó hasta el núcleo mismo del planeta y reinició el giro de la lava ardiente; con eso el campo magnético de Marte, poco a poco, recobró la fuerza que tenía eras atrás y fue posible retener la atmósfera ante el embate del viento solar. El vapor de agua y los gases liberados en los polos espesaron el aire. Ríos de agua salina surcaron los rojos valles y se acumularon en pequeños lagos y un mar que ocupó casi un tercio de la superficie del planeta, al que el congreso argentino designó el Océano Soberano. Al concluir la primera etapa, la atmósfera marciana era lo suficientemente rica como para soportar humanos sin trajes presurizados. Un pequeño grupo de exploradores dio los primeros pasos, midió el terreno e instaló marcadores en donde se instalarían las colonias. Para estar en la superficie del planeta aún se necesitaba cargar con un suministro de oxígeno pero era apenas una cánula sobre la nariz conectada a un pequeño tubo que se podía llevar en la cintura para asistir la respiración durante el día entero.

En Rosario, Mabel y yo vivíamos tranquilos. Postergamos la familia para estudiar. El Ingreso Básico Universal nos permitió estudiar sin trabajar aunque no viniéramos de familias acomodadas. Ella se recibió de diseñadora de paisaje y yo de arquitecto; durante algún tiempo ejercimos nuestras carreras con éxito pero con una intensidad extenuante. El embarazo de Mabel nos alegró muchísimo y decidimos tomarnos ese año como sabático, para hacer remodelaciones en nuestra casa y para tener tiempo para acostumbrarnos a nuestro rol de padres.

En la sobremesa, fantaseábamos cómo sería nuestro futuro. Pensábamos nombres para la bebé y qué hábitos familiares le queríamos transmitir. Tomábamos mate mirando el Paraná y garabateábamos planos para la nueva casa en las servilletas.

Trabajando en el jardín, Mabel comenzó a sentir terribles dolores y la consulta al médico confirmó lo peor. Un desprendimiento de la placenta complicaba su estado e impedía al feto recibir nutrientes. Mantuvo reposo durante varias semanas pero los dolores y las complicaciones no cesaron. Perdió el embarazo en el sexto mes.

Mabel estaba tan triste que solo escuchaba la radio todo el día. Radionovelas y canciones melancólicas de tonadas caribeñas. Ya no conversaba conmigo y nunca tenía hambre para terminar la cena.

Una noche interrumpieron la transmisión de La Patrulla Estelar para anunciar que abrían la convocatoria a voluntarios para ir a Marte. Nos miramos sin decir una palabra. A la noche Mabel me despertó llorando.

-¡Vámonos a Marte! Bien lejos. Vos y yo. Empecemos de nuevo. No quiero estar más acá.

Era una locura, pero tenía sentido para nosotros. Rosario ya era una ciudad hermosa. Poco había que pudiéramos aportar como arquitecto y diseñadora de paisaje, pero Marte… Marte era una hoja en blanco. Nos anotamos en el programa Familias en Marte. Después del desahogo y con el entusiasmo del viaje, Mabel volvió a ser la de antes y la pareja se encendió nuevamente. Durante dos año miramos las noticias de la construcción de los cohetes, los inmensos logros de Inés Tellar y las fotos del paisaje marciano de la revista Cohetería Argentina.

Cuando nos anunciaron que viajaríamos con el próximo grupo de colonos, hicimos un asado para despedirnos de la familia y los amigos. —¡Este planeta les queda chico!— me dijo mi viejo en un abrazo, con lágrimas en los ojos.

Cómo consolar a la rosa y al jazmín
cómo si tu risa ya no se oye en el jardin
cómo he de mentirles que mañana volverás
cómo despertar si tú no estás

Despegamos hacia Marte con otras trescientas familias en un cohete de propulsión nuclear Bradbury 4. El viaje duraría pocos meses.

Para ocupar el tiempo habían organizado diversas tareas para hacer durante el viaje. Participamos del equipo de planeamiento urbano de la colonia y del diseño de las viviendas. También había actividades sociales: partidos de fútbol 5, cine y hasta peñas en las que hicimos buenos amigos. Pero lo que más disfrutamos fue poder pasar tiempo juntos en aquel silencio conmovedor.

Mabel realizó a bordo un curso de astronomía y pasamos horas enteras en el salón mirador observando las constelaciones. En esa ingravidez, bajo la azulina luz de las estrellas, a escondidas, nos amamos.

Pocos días antes de llegar a Marte supimos que Mabel estaba embarazada de nuevo.

El descenso en Marte se realizó según lo establecido, en un valle a pocos kilómetros de la colonia Sur. Hasta allí nos trasladamos en vehículos todo terreno de seis ruedas.

El paisaje era deslumbrante. El suelo rojizo me recordó a Misiones pero la falta de vegetación le daba un aspecto exótico.

Luego de unos días en que nos adaptarnos a la gravedad más ligera y a los equipos de respiración, comenzamos las tareas. Llevábamos tecnología altísimamente sofisticada pero la mayoría de las labores eran rústicas. Abrir un camino en el desierto terroso. Plantar árboles, cuidar a los animales, construir las viviendas y edificios del pueblo. Todo costaba el doble con el respirador, pero lo compensábamos con entusiasmo y voluntad.

Bajo cuidadosa supervisión médica el embarazo de Mabel transcurrió sin inconvenientes. Ella trabajó en la programación de los drones de plantación de bosques casi hasta la fecha del parto. Ceibos, jacarandás, lapachos, palos borrachos blancos y rosados, ordenados en formaciones geométricas o azarosas, en extensiones de kilómetros y kilómetros, rodeados de caminos y riachos.

Una noche con Phobos y Deimos en cuarto creciente nació Martín pesando un kilo y medio (¡El equivalente a cuatro kilos en la Tierra!). El primer bebé marciano. Nos hicieron notas para la televisión y nos regalaron juguetes, ropita y una cuna.

Mientras le cambiaba los pañales y le recargaba el tanque de oxígeno, Mabel se dio cuenta de que el bebé no mostraba el menor signo de dificultad para respirar el aire marciano. Quizás una mutación, quizás una bendición de bienvenida que nos daba el planeta. El bebé había nacido adaptado a esta nueva atmósfera. Con un poco de miedo al principio y con naturalidad más tarde dejamos que Martincito hiciera lo que los adultos no podíamos: respirar aire marciano.

Martín creció en altura junto con los árboles.

Los vecinos enloquecían al verlo corretear con la cara llena de polvo rojo y sin el respirador.

Exploró todas las cuevas y enfrentó los remolinos con su bicicleta. Vio descender cientos de cohetes argentinos, luego docenas; luego pocos. Finalmente ninguno más. La exploración espacial era cara y era ardua. La ecología de la Tierra ya daba suficientes problemas como para preocuparse por terraformar otros planetas.

No nos preocupó. En Marte vivíamos idílicamente. Nos hicimos hermanos con los otros colonos. No necesitábamos dinero porque todo lo compartíamos. La única moneda, el único galardón, el único título era el esfuerzo. Un vecino ayudaba a otro a instalar un panel solar y este lo ayudaba en la siembra y luego ámbos cavaban zanjas y tendían postes. Todo lo construíamos con la más alta calidad y cuidado. Todo debía ser perdurable. Lo que podía ser reparado se reparaba, lo que no, se reconvertía.

Los argentinos, muchos hijos y nietos de italianos y españoles, llevábamos en la sangre el espíritu de la inmigración. En el trabajo diario encontramos una felicidad inesperada. Terminábamos cada jornada con la camisa empapada de sudor pero sonrientes.

Cada noche, en nuestra cabaña, yo encendía el hogar para Mabel y bailábamos boleros. Estela Raval, Chico Novarro, Sandro, Gilda y otros tantos. El humo subía lento en la suave atmósfera marciana.

Ella enfermó un invierno y su salud no fue buena desde entonces. Tosía constantemente y tenía fuertes mareos. En Marte casi no hay virus ni bacterias pero sí hay una leve, pero siempre presente, radiación; así que no fue difícil para los médicos diagnosticarle certeramente cáncer.

Los días en que se sentía mejor paseábamos por el bosquecito, atrás del cerro. Mabel amaba los bosques marcianos. Eran bosques de árboles jóvenes, mucho más modestos que los centenarios bosques terrestres, pero estaban impolutos. No había en ellos la huella de contaminación humana. Eran bosques de esperanza.

Acompañé a Mabel durante el largo e ineficaz tratamiento. Para consolarla en las noches de dolor yo le tarareaba sus queridos boleros. En su último momento lúcido besó a Martín y me tomó la mano.

Toda la colonia despidió los restos de Mabel en una ceremonia breve y unos días después, con Martincito, esparcimos sus cenizas en el bosque.

Cómo imaginar que la vida sigue igual
cómo si tus pasos ya no cruzan el portal
cómo pretender esta realidad
cómo si hasta ayer brillaba
el cielo en tu mirar

Por esos días aparecieron algunas luces en el cielo. Los norteamericanos estaban construyendo una estación espacial en órbita.

El plan norteamericano para la colonización planetaria era muy diferente al nuestro. Con una tripulación enteramente robótica establecieron un satélite gigantesco en la órbita del planeta, como un rascacielos en el aire. Construir en órbita tiene sus ventajas porque la ingravidez permite manipular estructuras de hierro colosales.

Para contar con un terreno parejo para descender tamaña estructura dejarían caer bombas nucleares. El suelo quedaba, así, listo para la minería y la extracción de energía del magma. Luego la estación entera descendería y se clavaría como una estaca en la superficie del planeta.

Trituradoras gigantes tomarían los recursos naturales a su alcance e instalaría fábricas automatizadas para abastecerse de los productos e instalaciones para el consumo de los futuros habitantes. Finalmente darían la orden a Washington para que enviara la ola migratoria.

Martín solo conocía la cultura terrestre por algunas películas, libros y las transmisiones que proyectaba el centro educativo de la Colonia Sur. Su manera de entender la vida, la manera marciana, era tan optimista, llena de frescura y franca que le resultaba ininteligible la información que conocíamos de las in­ten­cio­nes de los nor­tea­mer­i­ca­nos.

-¿Y sus pájaros los traerán después, Papá? Porque con esas bombas los van a espantar.

En una asamblea propuse el plan de sabotaje.

-Si se los permitimos, en unos años van a arruinar todo. Lo que tenemos acá es un paraíso. Ellos van a instalar ciudades enormes. Van a abrir autopistas y ferrocarriles. Van a poner carteles publicitarios en las laderas de los montes. Van a tirar desperdicios a los ríos. Van a lotear los terrenos, delimitar propiedades, imponer peajes, alquileres y tarifas. Van a inundar Marte con productos inútiles de plástico, feos e imperdurables. En cuanto nos querramos dar cuenta van a abrir bancos, inmobiliarias y hasta McDonalds en nuestros queridos bosques. Ahora todavía está en nuestra manos. Si los detenemos ahora, ganamos, aunque sea, unas décadas para Marte. Para este Marte, nuestro Marte.

Algunos colonos dijeron que estaba loco. Que cómo le íbamos hacer frente a toda la potencia científica y militar norteamericana nosotros, un puñado de albañiles y carpinteros sin instrucción militar. Pero ninguno se animó a decir que la amenaza no era real. Acordamos hacer un plan de defensa planetaria.

Con mis revistas de Cohetería Argentina como guía, construimos los primeros cohetes de fabricación marciana. Troncos de árboles con un propulsor de combustible sólido. Al principio giraban descontrolados apenas subían unos metros pero con el correr del tiempo mejoramos la técnica y la construcción. Aprendimos a hacerlos ascender en línea recta y abandonar la atmósfera.

Las defensas láser de la estación espacial americana podía detener nuestros misiles, pero solo un puñado a la vez, por lo que debíamos lanzar una docena de ellos al mismo tiempo si queríamos que al menos uno la alcance. Sin explosivos, nuestra única oportunidad de hacerle un daño significante era impactarla en el momento exacto en que abriera las compuertas para descargar las bombas.

Siguiendo la actividad de los drones de exploración norteamericanos, pudimos predecir el momento y el lugar en el que comenzarían el bombardeo. Un equipo de voluntarios se ofreció para realizar la operación. Cargamos una docena de misiles en un vehículo todo terreno que conduciríamos hasta el epicentro del desembarco yanqui.

Martín era ya un joven valiente y quiso ser parte del equipo de la misión. No pude convencerlo de lo contrario. Pero sabiendo el riesgo que suponía, no iba a permitirlo. Incluso si la misión resultaba exitosa y conseguieramos derribar la estación espacial, caerían escombros en llamas y sería muy peligroso.

Me adelanté al equipo y robé el vehículo temprano a la mañana. A mí solo, me tomaría más tiempo encender los detonadores y no llegaría a escapar a tiempo de la zona de peligro, pero estaba dispuesto a eso para cuidar a Martín.

Ahora recorro los bosques (estos bosques que amó Mabel) hacia mi último destino. La estación espacial, ahora ingresando en la atmósfera, parece un disco plomizo justo sobre mí. Puedo ver el resplandor metálico de las compuertas de bombardeo abriéndose. Lanzo los cohetes, los veo surcar el cielo dejándo rayas de humo.

Unos rayos anulan los primeros misiles pero un puñado da justo en el blanco. Un estruendo ensordecedor estremece la tierra. No sé si mis oidos se dañaron con la explosión o todo queda en silencio de repente.

Con las cenizas cubriendo el cielo todo se hace sombras. Iluminado, apenas, por la lluvia de fuego todo se me hace menos intenso. Las llamas me están rodeando pero no me angustia. El bosque me parece, de repente, un espacio íntimo, cálido, familiar. Me quito el tubo respirador de la nariz y me lleno los pulmones de aire marciano. Por primera vez siento el olor de este planeta, lo mismo que huele mi hijo.

Querido Martín, no te dejo bienes ni terrenos, porque aquí todo es nuestro. En Marte nunca nada está completamente limpio. Este polvo rojizo lo cubre todo. Es la manera en que este planeta nos da una lección de humildad. Nada es impoluto, nadie es perfecto, ningún camino es recto, nada se mantiene sin sacrificio. Aprendé a valorar a quienes te acompañan, a respetar la naturaleza y a celebrar la vida. Llevá a lo más alto el valor que te inculcamos tu padre y tu madre: el amor a lo que se logra con esfuerzo.

Cómo consolar a la rosa y al jazmín
cómo si tu risa ya no se oye en el jardín
cómo he de mentirles que mañana volverás
cómo despertar si tú no estás

Ilustración: Blenki
Lo que acabás de leer es un cuento del proyecto Argentina Potencia: Los días más felices.

Es un compilado de cuentos de ciencia ficción que reúne textos de dos autores e ilustraciones de artistas argentinos. Si querés leer más subscribite a nuestro newsletter:
2019 © Todos los derechos reservados. Autorizada la copia, reproducción y distribución para fines educativos.
Compartilo y hacé conocer el proyecto.