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El Coloso de Avellaneda

Félix no puede evitar dejarse arrastrar por la suave corriente del Riachuelo. Ningún músculo le responde. Perdió mucha sangre. Está mareado. El vaivén del agua lo mece, lo arrulla y él no puede hacer nada, salvo resistirse a ese sueño al que tan dulcemente lo invitan las aguas.

Un fragmento de algo, quizás metálico, cae cerca de él y quiebra el manso ir y venir del agua, volviéndola por un instante caótica y tumultuosa… pero es un instante nomás, y la calma vuelve.

El dolor le hace entrecerrar los ojos, pero por las rendijas apenas abiertas alcanza a ver una centella azul cruzando el cielo y llenándolo todo con una luz de infinita resplandecencia que al instante se apaga como si nunca hubiera existido.

Cerca de su cuerpo cae otro fragmento que pareciera de metal, sin embargo se agita y se dobla sobre sí mismo, como la parte amputada de algún insecto que sigue moviéndose aunque ya no

haya un cuerpo que la complete. En medio de chisporroteos y gorgoteos, el fragmento de metal vivo se hunde.

Llega a oídos de Félix el crujido del concreto derrumbándose, gritos, el ulular de las sirenas, el rugido salvaje y sintético de motores bestiales y la estampida de toneladas de metal colisionando y colapsando.

Se resiste a cerrar los ojos. Teme no poder volver a abrirlos. Un poquito de agua le entra en la boca. Igual que el agua del Riachuelo, los recuerdos comienzan a invadirlo.


El cielo está cubierto por estructuras de metal y de vidrio ennegrecido por el hollín. “De verdad que es grande Retiro”, piensa Félix, mientras avanza entre la gente, cargando un bolsito pobretón donde trae algunas ropas y, enrollado en un celofán, su título de Ingeniero Industrial.


Llega a casa. Como siempre, un par de horas antes que Amanda. De pronto el suelo empieza a temblar y a sacudirse. En la tele la imagen muestra interferencias. Desde la ventana, ve en el horizonte que se extiende hacia arriba una columna de humo enorme, como si hubiera detonado una bomba atómica en medio de Parque Lezama.


—Ingeniero, adelante—, le anuncia Rivas. Félix pasa a una oficina llena de trastos y de partes de maquinarias que a simple vista no puede identificar. Tiene hambre. Hace varios días que no come. Es

dura la vida para los que vienen del interior. Lee los papeles que le ponen enfrente. Katsumi Rivas, vicepresidenta de la cooperativa "El Coloso de Avellaneda", le sirve un café y se sirve otro para ella, mientras le habla de lo difícil que es encontrar a las personas indicadas para un proyecto así. Félix estampa su firma al tiempo que alguien le palmea pesadamente en la espalda. Se da vuelta y ve a un hombretón de mameluco que le da la bienvenida con efusividad. “Yo soy Regúnaga”, se presenta el hombretón, y casi a los empujones, agarrando los papeles y la lapicera, se lo lleva al comedor de la planta.


La TV muestra que Parque Lezama literalmente se partió en dos, expulsando la columna de humo y tierra que se ve desde allí. Desde adentro de la columna emerge una figura de inconmensurable tamaño.


Baja del colectivo en Pavón y Mitre y camina hasta el Paseo de la Rivera, a un costadito del Puente Viejo. Llega casi trotando al hangar, y al pie de El Coloso, llama al elevador. Entra y cuando la puerta se está cerrando, a las apuradas entra también Amanda. Es la primera vez que la ve. Primera vez en El Coloso y primera vez que se cruza con Amanda. Es un día de muchas emociones.


“El gordo”, como le dicen todos al Ingeniero Regúnaga, parece poseído explicando que El Coloso es el obrero que construirá el futuro. Superestructuras, puentes, bases espaciales. "Es el trabajador más grande del mundo", dice. Es la tercera vez que da ese discurso. En las otras dos, El Coloso no llegó a dar un paso que se desmoronó sobre sí

mismo. "Ya resolví el problema del Equilibrio", concluye. Y explica la operatoria: dentro de El Coloso habrá un operador manejando cada una de las extremidades. En la cabeza, la ingeniera Rivas hará las veces de coordinadora, y acompañándola, el viejo Ávila como encargado de energía y Amanda como la responsable de física. Dentro del pecho de El Coloso, la encargada de Equilibrio tendrá la responsabilidad de que El Coloso no caiga por una mala distribución de pesos, velocidades y energías. Regúnaga presenta a la encargada de Equilibrio. "Y esta de dónde salió", dice Clide, operadora de la pierna derecha. "Ella va a hacer que El Coloso no se caiga". "Puede funcionar", dice Ávila. "Va a funcionar", dice Regúnaga. "Esto es una locura", dice Nico, el encargado del Brazo de Potencia. Amanda está seria. Félix no dice nada: Regúnaga es como un padre para él, y no le va a llevar la contra. El Coloso, 40 metros de alto, 200 toneladas de peso, la grúa

multipropósito antropomorfa, el obrero del futuro, el trabajador más grande del mundo, parece mirar el horizonte, como preocupado en algo que está más allá de las puertas del hangar. Un temblor en el suelo corta la discusión. Las amarras de El Coloso tintinean. Sobreviene un apagón en la energía de la planta. Mientras todo tiembla, se escucha la voz de Regúnaga en la oscuridad: "Va a funcionar".


En la fiesta de fin de año que organizaron para todos lo integrantes de la cooperativa, Félix solamente tiene ojos para Amanda, que está preciosa con ese vestido azul con lunares blancos. Dice que se lo hizo ella misma, y que cada medida es una proporción áurea de otra del mismo retazo, y que así el vestido es, al menos matemáticamente, perfecto. Además, el prelavado con agua iónica lo convierte en ignífugo, antidesgarro, y a la vez, fácilmente lavable de cualquier mancha, incluso de sangre. Mientras ella le explica y da vueltitas, él solamente piensa en besarla.


La TV muestra que en Plaza San Martín pasa lo mismo que en Parque Lezama. De entre la columna de humo se abre paso una figura bestial. Se adivina una cabeza… dos… es algo entre reptil y vermiforme. A su paso, varios edificios sobre Alem colapsan dejando una estela de destrucción. Félix sale corriendo a la calle, rumbo al hangar.


Se besa con Amanda en una de las cocinitas. Están casados hace dos años y ella le acaba de anunciar que está embarazada. Justo entran “el gordo”, el viejo Ávila y Rivas. Cuando se enteran de la buena nueva, todos aplauden y los felicitan. Desde la ventanita se puede ver al inmóvil Coloso, testigo mudo de tanta felicidad.


“El gordo” Regúnaga sufre un infarto. Todo el personal del Proyecto El Coloso va a visitarlo al hospital. “El gordo” promete cuidarse. Hace chistes. Habla de mejoras y del futuro. Pero también dice que El Coloso son todos y cada uno de ellos. Que es un obrero que es todos los obreros. Que no es un robot de 200 toneladas, sino “el trabajador más grande del mundo”. Algunos le siguen los chistes. Otros le prometen traerle comida a escondidas. Y cigarrillos. Y que apenas salgan van a armar una mesa larga en el hangar y que habrá una fiesta tan grande que hasta El Coloso se va a poner a bailar. Pero cuando van saliendo al pasillo, uno por uno se derrumban y se largan a llorar. Hasta la encargada de Equilibrio está ahí. Aunque conoce a Regúnada desde hace pocas semanas, llora como si lo hubiera conocido de toda la vida. Félix es el último en abrazarse con Regúnaga. El “gordo” le dice que se sacó el prode con Amanda, que la cuide mucho. Que se cuiden mucho entre todos. "Cuiden al Coloso, y él los va a cuidar". Al salir al pasillo Amanda lo estaba esperando. Se abrazan sollozando y se quedan así largo rato.


Afuera, del otro lado del Riachuelo, la destrucción no para de crecer. Dentro del hangar, los tripulantes de El Coloso no entienden qué está pasando. Tienen miedo, pero también algo más. Tras ellos, El Coloso se agita con cada temblor del suelo, como si quisiera soltarse de las amarras. Se miran entre ellos, miran al Coloso, extienden la mirada hasta las columnas de humo, y vuelven a mirarse. "Algo hay que hacer", dice Félix, pero lo estaban pensando todos. “Falta Equilibrio”, dice Rivas. Apenas terminaba de decirlo cuando entra corriendo la encargada de Equilibrio. Vuelven a mirarse. Tras ellos El Coloso se agita. “Es una locura”, dice Clide, pero empieza a caminar rápido hasta el elevador que la llevará a su comando de la pierna derecha.


Se acerca medianoche. Salen al patio. Una estructura que parece un órgano de iglesia medieval, construida por Amanda, empieza su show de luces. Al rato los vecinos se acercan, curiosos. Quieren saber qué clase de fuegos artificiales son esos, de dónde los sacaron, de qué marca son. Los hizo ella, responde Félix. Y es verdad, los hizo ella pero usando parte de la tecnología de soldadura a distancia creada por Regúnaga. La felicitan y ella agradece, contenta. Nunca se vieron fuegos artificiales así.


—Cuando quieras, Rivas—, dicen todos a la vez. Rivas respira hondo. Desde la cabina situada en la cabeza de El Coloso, a simple vista se puede ver a las criaturas causando destrucción a su paso. Ávila y Amanda la miran. Rivas se acomoda los lentes y dice “vamos”. Ávila activa la energía y enciende a El Coloso. Se prenden todos los sensores a la vez. Un zumbido grave hace parecer que El Coloso también está respirando hondo. Amanda suelta las amarras. —Equilibrio, ¿estás bien?- —Sí.

Clide acciona la pierna derecha. Es el primer paso de El Coloso. Dentro de sus cabinas, todos se ladean como cuando en la montaña rusa el carrito agarra la curva. Apenas apoya el pie, Renzo hace avanzar al pie izquierdo. El Coloso da unos pasos más y ya está parado afuera del hangar.

Es la primera vez que da varios pasos sin caerse. Tiene el Riachuelo frente a sí, y a unas cuadras, a la criatura que surgiera de debajo del Parque Lezama. No se sabe si repta, si camina, o cómo se desplaza. Félix acciona el brazo de precisión y arranca un poste de luz. lo balancea como si fuera una jabalina. El viejo Ávila le da poder al brazo. El cuerpo de El Coloso se posiciona. Dentro del pecho del Coloso, Equilibrio reacomoda los pesos y las potencias. El poste de luz es lanzado y da de lleno en una de las criaturas. Los dos monstruos gritan al mismo tiempo y a una velocidad impensada se dirigen hacia El Coloso, uno por el puente viejo y otro por el puente Pueyrredón. “Ya nos vieron”, dice Rivas acomodándose los anteojos. “¿Y ahora?”, pregunta Nico.


Félix y Amanda bailan el vals. “¿Vos no bailás?” le pregunta Clide a Regúnaga. “No, tengo menos equilibrio que El Coloso”. Pero después de unos momentos, Regúnaga hace como que baila con Amanda, aunque en realidad lo que hacía era balancearse para un lado y para el otro. “¿Hace cuánto que no dormís?”, le pregunta Amanda. “Ya no me acuerdo”. Para cuando reparten el cotillón, Regúnaga ya se había ido.


Las criaturas se les vienen encima. Una es casi del mismo tamaño que El Coloso, pero la otra es el doble de grande. Nico activa el brazo de poder y lo descarga como taladro bestial sobre la criatura que acababa de cruzar el puente viejo. Bien afirmados por Clide y Renzo, el brazo de precisión descarga una lluvia de remaches sobre la criatura más grande, que se desplaza hasta ganarles la espalda. Rivas ordena expeler campo eléctrico por la columna del Coloso. Dentro de la cabinas la energía va y viene. La criatura es repelida, pero la que estaba enfrente, repuesta del golpe, arremete. Aprisiona entre sus fauces al brazo de precisión. Los visores de todos se llenan con la imagen de fauces con infinitos dientes que parecen rotar, cerrarse y abrirse, tintinear, todo a la vez. “Me quedo sin energía” dice Ávila. Rivas le ordena retirársela a las piernas para que Félix pueda zafar. Amanda dice que están al límite, quizás quede energía para un minuto más. Engullido por la criatura, Félix abre la mano del Coloso dentro de ella y ejecuta la acción de rotor, despedazándola por dentro. La otra criatura los embiste desde atrás. Ávila redirige toda la energía a las piernas. Nadie la escucha, pero la chica de Equilibrio no

para de gritar mientras redistribuye los pesos. Las extremidades casi tentaculares del ente biomecánico que estaba tras ellos se rigidizan y, como estalactitas, se clavan cerca del hombro de El Coloso. Otra extremidad de la criatura, convertida en descomunal filo acerado, lo rebana desde el hombro hasta la cintura haciendo salir despedido completo al brazo de precisión con Félix adentro. La parte desprendida cae cerca del Puente Viejo. La cápsula que contenía a Félix se quiebra y lo expulsa, arrojándolo al agua envuelto en fierros retorcidos. La última directiva que escuchó fue la del lanzamiento de "la centella azul", el invento de Regúnaga para soldar a distancia.


Alrededor del tablón ubicado sobre caballetes a un costado de El Coloso, todos miran el suelo. “Era como un padre para mí”, dice Félix. “Esto sigue, eh”, anima Renzo. “Los de contabilidad ya dijeron que hay ofertas por la tecnología…” empieza a decir Rivas, cuando Ávila la interrumpe, enojado pero no con ella: “esto sigue”, reafirma. Como para cambiar de tema, Nico pregunta si alguien sabe qué son esos temblores que hubo últimamente. “Quién sabe”, responde Amanda, apoyada sobre el hombro de Félix. “¿Alguien le avisó de esta reunión a Equilibrio?”. Rivas suspira: “¡Ah, las ideas de Regúnaga!”, exclama. “Nena ¿cómo venís con el embarazo?”, le pregunta Clide a Amanda. “Bien, bien, 3 meses ya”. “Ni se te notan”. “Tendríamos que votar a ver quién dirige el proyecto, digo, si vamos a seguir”, arranca Rivas. “Ninguna votación: agarrá la manija vos”, concluye Ávila. Todos asienten. “Cuidemos al Coloso”, dice Rivas, mirándolo. “Y él nos va a cuidar a nosotros”, dicen a coro, sorprendiéndose luego de que a todos Regúnaga les dijo lo mismo. “¡Este gordo!”,

dicen algunos, sonriendo de verdad por primera vez en varios días. “¡Por Regúnaga!”, dice el viejo Ávila, levantando un vasito de plástico con gaseosa. Todos lo siguen. “¡Y por El Coloso!”, agrega Rivas, señalándolo con su vaso. Tras ellos, El Coloso es mudo testigo de una despedida que también es un comienzo.


La negrura se interrumpe, y luego retrocede hasta convertirse en turbia claridad. Félix siente que se eleva por fuera del agua, que asciende. Cree que está yendo al cielo y piensa en Amanda. Ahora todo es de un blanco que hiere sus ojos. Tose. Expulsa el agua de su cuerpo. El rostro de El Coloso se agiganta frente a él. La mano enorme y delicada, impensada en el Brazo de Precisión, lo saca del agua y lo deposita en tierra firme, casi frente al hangar. Los otros obreros de la fábrica se apuran a retirar como pueden los fierros doblados que lo envuelven. Todavía está mareado, pero de a poco va retomando el dominio sobre su cuerpo. Minutos después Amanda está junto a él. Lastimada en varias partes de la cara, llora y se ríe al mismo tiempo mientras lo abraza. Él le toca la panza. “Estamos bien”, le dice ella. Cuando se pone en pie, todavía tosiendo, ve a Clide abrazada con Renzo, al viejo Ávila llorando como un nene, a Nico tratando de poner en pie a la encargada de Equilibrio, que llora tirada en el piso temblando como un flan, y a Rivas, con los anteojos rotos sobre la frente, brazos en jarra, mirando al Coloso.


Nadie sabe qué son esas cosas, pero todos están de acuerdo en que apenas puedan, hay que reparar a El Coloso y prepararse, por si vuelven a aparecer. Nadie lo dice, pero todos piensan en que al “gordo” Regúnaga le hubiera encantado estar ahí y ver que, tal como dijo, El Coloso los cuidó.

Entre columnas de humo esparcidas por varios puntos en derredor, con las dos moles salidas de las entrañas de la Tierra a sus pies, y con medio cuerpo rebanado, El Coloso es mudo testigo de cómo va cayendo la noche en Avellaneda.






Foto: Daphne Jourdan / Edición: Eleonora Druck - Walter Pérez Blanco / Actores: Eugenio Morini Caneva, Candela Jelacic, Cristian Cisterna, DJ Mandei, Jorge Avila, Matias Rojas y Nico.

Lo que acabás de leer es un cuento del proyecto Argentina Potencia: Los días más felices.

Es un compilado de cuentos de ciencia ficción que reúne textos de dos autores e ilustraciones de artistas argentinos. Si querés leer más subscribite a nuestro newsletter:
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